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POLÍTICA

Por Luis Miranda

El Superior Pervertido

El ábaco sobre el escritorio del Superior en la abadía, mientras contemplaba la colina por la ventana, solo le inspiraba pensamientos de humillar a quienes estaban por debajo. No quería lanzarse contra sus enemigos, pues eso implicaría rebajar la posición que había mantenido con pompa durante 25 años. Pero tras el tiroteo, todos podrían señalarle como responsable, y sería insensato dejarse atrapar por nimiedades. Aun así, debía evitar cavar su propia tumba.

El Álferez llegó con su informe, demostrando que había sido abandonado durante el incidente y trayendo noticias de múltiples defecciones. La guerra comenzaba a perderse. No podía traicionar a sus protectores; estaba acorralado, y las puertas se cerraban. Miró el gabinete Luis XV, sacó un abanico y comenzó a abanicarse frenéticamente. Por primera vez, sería acusado, al menos de negligencia, quizás de deslealtad.

Entonces inició un lento retorno a su infancia, cuando escapaba de casa para vagar por las colinas. La vida tenía otros valores, y ahora todo se había abaratado. Las costumbres se derrumbaron junto con la revolución que creyó controlar. Era momento de preguntarse por qué, al acaparar tanto poder, no distinguió amigos de enemigos. Tal vez por eso estaba al borde de la impotencia y de perder incluso su vida.

Los problemas de abastecimiento para tropas y personal administrativo persistían, y aunque se buscara un reemplazo, seguirán dependiendo de él. Fue entonces cuando concibió un plan que, según su egoísta reflexión, lo salvaría. Justo en ese momento, una llamada de la oficina de suministros confirmó que la era de abundancia había sido una ilusión: las provisiones eran limitadas. Esto agravó su abatimiento. Pensó en renunciar de inmediato, sin esperar cargos ni juicio, pero nunca había sido de los que huían de sus responsabilidades.

Comenzaron entonces sus dolores abdominales, punzadas que lo obligaban a desabrocharse los pantalones y sentarse pesadamente. “Es el estrés”, pensó, “los nervios van directo a las tripas, ¡maldita sea!”. Tras recibir la documentación del Alférez, reflexionó sobre cómo había caído en ese avispero y cómo salir sin quedar marcado como un canalla. Recordó cómo sus superiores lo habían convencido de pervertirse para conservar su estatus en tiempos más manejables. Siempre se consideró honesto, pero hizo lo necesario para permanecer entre los privilegiados y sostener el sistema.

Se vio entonces bien arreglado, pavoneándose entre las masas, buscando verse superior. Ya no servía meditar, pero era dulce recordar cómo había bordeado el abismo y sobrevivido. Tendría que hacerlo otra vez. No podía ablandarse. Haría un viaje a la casa junto al acantilado, buscaría a sus aliados originales, sus seguidores. Si era necesario, pactaría con el demonio en busca de un lavatorio que lo purificara.

Hizo inventario de sus servidores más devotos y llamó a Basilio, “el Moscardón”, para formar una guardia personal capaz de recolectar inteligencia y eliminar rivales políticos y militares. Hombres dispuestos a disparar a cualquiera, incluso si eso implicaba suprimir las viejas jerarquías. El Moscardón era eficiente, y pronto formó un grupo de élite capaz de actos abominables sin derramar una lágrima. El pánico reinó, y cualquier disidencia fue eliminada. Este fue su primer paso, como confesaría luego a una de sus mujeres durante una tregua.

El cielo se nubló, y el Humus sirvió de base para el movimiento silencioso de tropas. El mar circundante facilitó el avance de barcos, y pronto, el odio de ambos bandos afloró, tiñendo ríos y mares con la sangre de millones de inocentes. Muertos de envidia, ondeando banderas, derrotados y constreñidos por la realidad de luchar para que otros conservaran sus privilegios.

El cielo se arqueaba sobre los campos de batalla, la sangre salpicaba calas, bahías, calles y estructuras. Fracturaba edificios, destrozaba familias y envolvía con lava hirviente a almas pobres que solo buscaban agua y refugio. La muerte se reveló como la gran salvadora.

Mientras tanto, el Superior se abría paso entre las zarzas de su vida, imponiéndose con absolutismo. Ya no debía someterse a otros ni permitir juicios sobre sus capacidades. Gracias al Moscardón, sus enemigos eran parte del inventario de cementerios. Era hora de desatarse, aunque solo un poco: perder el poder ya no era opción. Podía imponer sus caprichos como razones de Estado y sus deseos como moda. Podía mostrarse apagado o brillante, astuto y perspicaz, pero no podía negar la dictadura que imponía.

En esta nación naciente, ya no había refugio. Los mil quinientos ejércitos privados estaban en desorden. No había lugar seguro: los que no estaban retirados, estaban escondidos. Todos los rincones fueron requisados por los secuaces del Superior. No quedó garaje sin revisar, guarida sin inspección. La directiva de cortar de raíz permitió a los armados decidir el destino de mujeres, niños y ancianos como dioses del Olimpo.

Leyó con preocupación las noticias internacionales que lo acusaban de despotismo, dogmatismo y voluntarismo. Aun así, siguió acumulando poder y pensó que podía salirse con la suya sin atender las señales de los tiempos. Nuevas presiones lo obligaron a romper su promesa de abstinencia. No quería privarse de ningún derecho, convencido de que debía desinfectar la sociedad de “insectos politiqueros”. Predicaba moderación, pero promovía división. Se consideraba abstracto, pero estaba alienado por su egocentrismo. Gastaba bromas, perseguía a los abúlicos, era exagerado, aburrido en la intimidad, abusador, se permitía vilezas y se daba gusto en la prostitución, trayendo objetos de placer a una sala construida para su divertimento.

Vino a este mundo medio acabado para ayudar a su desenlace. Dio el golpe de gracia una tarde acalorada, sintiéndose enfermo y descompuesto porque quienes esperaban exaltar su figura le fallaron. Después de un opíparo almuerzo, se recostó en su sofá favorito y soñó que era una momia gigantesca caminando torpemente sobre un camposanto lleno de féretros. Se despertó asustado y tardó en tranquilizarse.

Mientras tanto, en la nación, sucedían eventos que anunciaban su desaparición. Pero las ejecuciones continuaban. Cada mañana revisaba su lista personal y ordenaba con sonrisa demoníaca: “–los que están en esta lista, se mueren hoy–”. Entonces llamaba al Moscardón y le entregaba sus órdenes del día.

 
 
 
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Luis Miranda

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