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"Entre Comillas"

por Ernesto Morales

LAS ESCUELAS

Los planteles educativos son edificios construidos para albergar el pan de la enseñanza y ofrecerlo a diestra y siniestra entre el alumnado. No existe nada comparable al espectáculo de ver a cientos de niños y/o adolescentes, departiendo animadamente en los espacios designados para el solaz esparcimiento en los recreos entre clases; el germen de la inocencia en todo su esplendor. 
O contemplarlos con la concentración propia de sus edades escuchando al maestro mientras imparte la materia de la asignatura asignada para esa hora del día. No hay una sola persona que pueda ser indiferente a estos momentos de nuestros niños con las pupilas de sus ojos fijos en la maestra, la pizarra o el proyector, tratando de asimilar las explicaciones que le son brindadas. 
Quizás por esto duele tanto ver las noticias donde se transmiten videos de alumnos de ambos sexos golpeando a otros o riñendo entre sí, sin un átomo de circunspección, disciplina o sensatez entre ellos; desoyendo los llamados a la cordura del personal docente o empleados y asistentes que les reclaman contención y mostrar respeto por los demás condiscípulos. Es un sainete vergonzoso que mancha indeleblemente las pautas del orden en los planteles. 
Recientes incidentes en varias escuelas del país requieren un análisis más responsable del diario bregar con jóvenes imberbes. ¿Acaso no se ha percatado usted de que es posible que casi todos ellos hubieran sido conducidos con anterioridad ante los docentes como discípulos conflictivos? ¿O quizás les habían llamado la atención de diversas maneras a estos chicos belicosos, dados al abuso de otros dentro del esquema del clásico bully? ¿Será que los educadores y demás personal de las instituciones temen que su escuela sea desclasificada de alguna manera por sus superiores o la superintendencia si informan de anomalías en el comportamiento de los alumnos que ellos no han podido detener? ¿O tal vez los profesores y demás personal hayan hecho todo lo que indican los procedimientos y regulaciones y los muchachos se hayan saltado las normas sin hacer caso del llamado al orden?
Como quiera que sea, es desconsolador contemplar en las noticias como se producen actos de desobediencia y altercados entre niños que debieran estar estudiando en paz, asimilando las lecciones o realizando su tarea, sin dejarse arrastrar por reyertas y escaramuzas provocadas por terceros. Es lamentable que algunas escuelas del país estén ostentando de manera involuntaria -a pesar de sus esfuerzos en sentido contrario- el tristemente célebre calificativo de incapaces de aleccionar a los muchachos, los cuales se supone debieran estar instruyéndose en las distintas materias que imparte la institución. 
¡Qué pena!
Es un deprimente episodio psicológico el hecho de vernos obligados a ser espectadores de primera línea de estos desatinos que se multiplican cada día, brindando virulentos ejemplos a los demás niños y jóvenes, y con tal actitud, enviar mensajes desafortunados relacionados con el respeto que deben observar hacia sus compañeros de clase, y la obediencia que están supuestos a mantener ante los docentes y demás empleados de la institución. 
¿Qué hacer entonces?
Desde mi modesta opinión considero que lo más apropiado sería involucrar a los padres lo más posible con la dirección de las escuelas -aún más de lo que lo hacen en la actualidad-, y analizar más profundamente las pautas que deben regir el comportamiento de sus hijos: son ellos, los padres, quienes mejor los conocen. Crear y comprobar los resultados de un método lo suficientemente eficiente como para poner freno a estas manifestaciones de violencia estudiantil que no conducen a nada positivo y, por el contrario, dañan el prestigio de sus familias y de las instituciones. Y, lo más importante, evitar que estas conductas se conviertan en hábitos de comportamiento que dañen el futuro de los jóvenes en sus respectivos andares por la vida.
Lograr lo anterior no debe ser muy difícil para padres y docentes, pero requiere de un serio diálogo al respecto y de una voluntad de solución a prueba de todo, que no debe lacerar en ningún sentido el modo de proceder que deben asumir las instituciones. 
Como dijera el apóstol cubano, José Martí: “Los niños son la esperanza del mundo”, y, con esta divisa en mente, estamos obligados a controlar que la disciplina de los muchachos en las escuelas, academias, y centros de enseñanza de cualquier tipo, los conduzca por los caminos del bien y salgan de los laberintos de la violencia que no llevan a ninguna parte y, por el contrario, los arrinconan en las sendas oscuras de un credo absurdo que, en el mejor de los casos, solo los llevaría a prisión o a la putrefacta cloaca en que se han convertido algunos minúsculos segmentos de la sociedad. 
La cuestión no estriba en convertirlos en autómatas que cumplan con las reglas a pie juntillas, las leyes y las órdenes de todo aquél con cierta autoridad a su alrededor, sino en llevarlos a la comprensión de que no podemos vivir en un medioambiente donde sus padres, abuelos, familiares y amigos estén en constante peligro debido a la incertidumbre del momento, motivada por la presencia de sujetos rebeldes a la armonía social en sus más elementales dimensiones, crueles y despiadados con sus prójimos. 
El entorno es sagrado. Las directrices y preceptos de los estatutos en todas las manifestaciones comunitarias están sujetas al estudio consciente de personas que han logrado enderezar el rumbo de los destinos de muchos otros y son los que cuentan con experiencia suficiente para aconsejar, sugerir, y poner en orden los lineamientos de la vida en común.
No existe otra forma de vivir en paz que no sea en armonía con los que comparten nuestro entorno, y una vez que nuestros hijos, nietos y demás familiares tengan conciencia de estos cánones, diseñados para la convivencia, no hay un solo motivo para que los muchachos se salgan del tiesto en que la sociedad en su conjunto los ha colocado. 
El sosiego, la serenidad y el respeto a las normas establecidas, no disminuye la personalidad de los jóvenes, sino, por el contrario, eleva sus identidades al más alto sitial en la escala de valores de la sociedad. No es posible coexistir de otra manera, de modo que, hagamos nuestro mayor esfuerzo como padres, abuelos o simples ciudadanos, para mejorar los estándares de vida de nuestro entorno eliminando la psicosis de violencia que obsesiona a niños, púberes, adolescentes y jóvenes.
Hasta entonces, pues.

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